No llevo ni una semana en el pueblo y parece que mi cabeza se despeja cada día que me despierto aquí. Está siendo un proceso largo, desembotar toda la niebla que tenía encima desde hace meses, pero parece que la tranquilidad y el aire acondicionado son buenos aliados. Me sigue costando mucho dormir en casa, así que cada noche al meterme en la cama saco la libreta que me obligaron a fabricar este año en clase. Yo, con mi bolí que casi no pinta, boca abajo apoyado en la almohada, como una adolescente de una película americana, kicking my feet. Busco una página en blanco, coloco la fecha en una esquina y me propongo llenar aunque sea una cara. Acabo formando un río de pensamientos sin mucha coherencia, párrafos desconectados, frases que se quedan a medias. No puedo decir que sea un diario, es más una prueba de vida. Escribir un diario es algo que hice durante casi un año y aunque no he vuelto a abrir esa libreta me sienta bien saber que hay algo que cuenta qué viví y como lo interpreté en esos momentos. Una visión semi objetiva de los hechos: sin edulcorarlos, sin volverlos más amargos, con el punto exacto de sabor que tenían en el día que ocurrieron.
El calor del verano me obliga a estar presente en mi cuerpo, la fina capa de sudor constante sobre la piel que me obliga a vivir el tiempo, la incomodidad como cuerda que me ata al presente. Lo que hace que el tiempo se expanda y a la vez pase a una velocidad fugaz. Volver a escribir en papel tiene que ver con eso. Le he estado dando muchas vueltas a la memoria los últimos meses, al recuerdo, al dejar ir, al duelo, a permitirse estar más tiempo del que se debe, a irse sin pensarlo. Encontrar mis diarios me ha recordado el poder de dejar huella mediante la letra. No somos conscientes del valor que tiene una pequeña nota con los garabatos de alguien que conoces, como la voz, reconocer la caligrafía de alguien es una señal de intimidad. Desde lo de mi padre aún encontramos cosas que dejó escritas por casa, un cable con una pegatina que pone televisión, la libreta que usaba para guardarse los canales de youtube, una nota con la última vez que le cambiaron el aceite al coche de mi madre, una indicación de por donde debemos abrir la caja del ventilador. Escribir forma parte de la vida, nos mantiene vivos cuando nos vamos, crear es nuestra extensión, una forma de luchar contra el tiempo.
Hace poco me terminé de leer ¡Mártir!, un libro chulísimo con temas sobre la muerte, el martirio, por qué morir y el uso de la literatura como forma de dejar huella. Escribiendo esto me estoy dando cuenta del impacto que tuvo, así que tengo que meter aquí este pequeño párrafo para recomendarlo.
Hace meses, haciendo doomscroll en Instagram, descubrí esta obra de Blair Simmons, que desató toda mi incursión en el recuerdo. Es simple: una web que te conecta con su iCloud y te pide que descargues uno de sus archivos. Al hacerlo este desaparece de ese servidor y ahora es tu propiedad. Al terminar este proceso te pide tu mail por si algún día quiere recuperarlos, te convierte en el guardián de su memoria. La web abre con el mensaje “quiero que mi ordenador olvide igual que yo”. Simmons representa la memoria, la huella digital, como una prisión. Todo lo que se sube a la red se mantiene, te persigue, la sombra que se queda cuando no estamos, un fantasma con nuestra identidad de nuestra propia creación, pero sin ningún alma debajo.
Este proyecto me flipa, no lo puedo decir de otra forma. Es el tipo de cosa que piensas: ojalá se me hubiera ocurrido a mi antes. Tan poderoso, tan efectivo. Gracias a esto, empecé a replantearme como recordamos actualmente de otra forma: Simmons, al igual que yo, le da la responsabilidad a su iCloud de documentar toda su vida, pero, ¿qué pasa si un mes no puedes pagarlo? Cuál es la otra opción, ¿si no tienes dinero para costear la memoria? O en el peor de los casos, ¿cuáles son nuestras opciones si un servicio online de este tipo decide cerrar? Le damos el poder absoluto sobre nuestras narrativas a estas empresas, sin pensarlo dos veces, la comodidad nos puede. Puedo asegurar que mi galería del iPhone estaría mucho más vacía si no pagara los euros que pago al mes porque todas mis imágenes se sincronizaran con la nube. ¿Cuánto cuesta cada una de esas imágenes? ¿Qué precio tiene recordar?
Ir a un sitio, cumplir una milestone, pasarlo bien con amigos, una foto, una historia de Instagram, el instante en internet, cientos, miles, millones de momentos que pierden valor, como un objeto que se creía de coleccionista que resulta ser una copia barata. Pasamos de crear recuerdos artesanales a hacerlos de forma industrial. La máquina nos vuelve a quitar algo que es humano, lo transforma, nos lo devuelve desfigurado y lo aceptamos de buenas maneras, sin cuestionarlo. Es difícil pensar que ya no nos queda otra.
Mi cámara analógica se rompió hace unos meses y no he tenido el dinero ni las ganas de ponerme a buscar una buena sustituta. Quitando esto, os puedo asegurar que la echo muchísimo de menos. Todas las imágenes que tomé con esa cámara eran deliberadas, las limitaciones daban valor: la finitud del carrete, el no saber como había salido la foto, el tiempo de reposo que en algunos casos llegaba a ser meses, la ilusión del proceso que aumenta por la espera, como cambian las caras cuando no las apuntas con el teléfono, el relax que genera la pérdida de control. El recuerdo como tradición privada, alejada de lo público. La criba de lo que sale en redes y de lo que me guardo para mi. Las barreras del recuerdo y del espectáculo.
Desde hace tantos años que no sabría decir, tengo una caja de recuerdos. Saqué la idea de algún sitio, aunque ya no recuerdo de cual, probablemente de alguna serie tipo Los Simpsons. Realmente no es una caja, son ya varías: empezó siendo un juguete, una caja de herramientas de plástico que tenía cuando era pequeño. Cuando esta se llenó la acompañó una caja con una pegatina de Cars que me dieron en una comunión. Ahora es una bolsa enorme de papel que guardo en mi piso. En ellas he ido metiendo cada carta, cada nota, cada objeto, cada entrada, cada foto, cualquier cosa que ha tenido un impacto para mi, que simboliza algo, que me transporta a un sitio, a un momento. No he podido evitar fijarme en que en los últimos años la cantidad de cosas que he ido guardando es menor. Lo rápido que pasé de la caja pequeña a la grande, el tiempo que llevo parado en la bolsa. Ahora todo está en mi móvil, tras una pantalla: las entradas de los conciertos, las del cine, los billetes de tren, de avión, las fotos, las playlists, los juegos, los mensajes. Todo ha dejado de existir. Mi memoria se convierte en una jaula de cristal, rectángulos transparentes que bloquean lo que antes estaba a mi alcance.
He vivido siempre en mi ordenador, en internet. He estado orgulloso de hacerlo, de crecer ahí, de que en épocas de mi vida mi voz acabó mejor plasmada en algún servidor que ahora está sin conexión que en mi día a día. Pero conforme me hago mayor, conforme pierdo a los autores de las obras que dan valor a mi vida, solo puedo pensar en las fotos de cuando era pequeño, abandonadas en un disco duro de un ordenador que no sé si podré recuperar, en las pocas cartas que tengo de mis amigos y como de muchos de ellos solo me quedará un mensaje escrito en una sans serif sin personalidad. El pago mensual del Google Drive que me recuerda que la mayoría de mis trabajos están en peligro de desaparecer en los meses que no me puedo permitir pagarlo. Pienso en los videojuegos cuyos servidores cerraron y me desconectaron de la gente que era parte de mi mundo, del que crearon conmigo. Pienso en todos los álbumes, las cartas y postales, que cuentan la vida de mis padres, de mis abuelos, de sus familias, y se me abre un hueco en el estómago cuando pienso que nosotros no tendremos nada de eso.
Es hipócrita escribir esto sabiendo que hablo desde la resignación, pero quizá el ponerlo aquí me haga ir a comprar un álbum y empezar a imprimir fotos, o por fin quitarme la pereza de escribir esa carta, o la de grabarle un disco a alguien. O quizá no. Probablemente no sirva para nada y siga siendo igual, me siga dejando caer poco a poco, desvanecerme en el olvido. Pero quien sabe, a lo mejor os anima a vosotros a intentar escapar del vacío.
Al menos los dos compartiremos en nuestra memoria el recuerdo del intento, y a veces eso es todo lo que nos queda.
holaa espero que os haya gustado!
pequeño sidenote, a parte de Martyr! tambien os recomiendo la revista de La Nueva Carne, que también dio forma a muchas de estas ideas:
artículos super interesantes con una maqueta chulísima!!
también he tenido en la cabeza el brat summer de dos años y el deterioro de la bandera y lo que charli está haciendo con la idea de quedarse más tiempo del esperado, pero de eso hablaremos otro dia (si eso)
un abrazo y espero que os lo estéis pasando bien este verano
Pienso mucho en esto, en cómo dejamos que nuestros recuerdos caigan en manos de terceros digitales que un día puedan decidir tirarlos a la basura sin más. Como cuando instagram decidió borrar todas las stories de más de x años. Creo que ahí fue cuando me dije: chica, eres tonta por no tener estas fotos en papel si tanto te importan. Mira que intento hacer un álbum todos los años, un cuaderno de fotos, tickets, papeles y cosas varias que me recuerden momentos, pero es verdad que a veces se me hace muy difícil!! No tengo ningún truco para lograrlo, pero igual que nos hayamos dado cuenta es el primer pasito <3